Rulfa

Con el entusiasmo de otros días, tomó a través de la ventanilla de un automóvil la mano diestra, agarrada al manubrio de un sujeto con semblante parco. Con cierto desprecio Eliseo quitó los brazos de aquella mujer que, ahora se movían como medusas sobre su cabeza. Estaba confundido. En un intento por abrazarlo desde afuera del auto, la mujer conocida en la calle como Rulfa, golpeó de espalda con el borde superior de la puerta. El trozo de sábana que cubría sus senos cayó en el asfalto dejándolos expuestos a la inventiva lujuriosa de los peatones. Eliseo Infante improvisó un manotazo que pasó rosando el rostro percudido de aquella mujer. La lucha entre ambos se hacía tan pertinaz como el asombro de quienes miraban. Eliseo aprovechó un descuido de Rulfa para subir el cristal del vehículo. Quiso avanzar pero el tráfico severo de la tarde le impidió siquiera completar dos ángulos a las llantas.

A pesar del oscuro silencio que había quedado en el interior del auto, volteó a verla con un dejo de curiosidad. Rulfa se había sentado en un busto de cobre descuidado en la banqueta, unos metros atrás. Desde ahí lo siguió hasta donde alcanzó con la mirada. Eliseo Infante regresó la vista al frente e imaginó la punta de un arpón penetrando como a un pez su piel. Recordó vagamente una pesadilla. Sueña que vaga por una calle que le trae muchos recuerdos con una mujer desconocida. Regresa constantemente con ella al mismo sitio; todos cambian, crecen, menos ellos dos. Le parece tan real el sueño.

La fila de automóviles circuló como hormigas en una misma dirección. Algunas personas que observaron la escena quedaron desconcertadas. Rulfa lloraba. Con cierta parsimonia caminó con la vista en la banqueta como si un ladrillo pesado le colgara al cuello. Con el trajín de los años dejó de temerle a la oscuridad. Viste una falda gris que va perdiendo su color por otro más sombrío. Con retazos de tela abriga sus pechos torneados. Duerme a la sombra de un árbol arropada por su olor fétido y penetrante. Los contornos de su figura muestran los restos de una belleza escondida. Una segunda piel de mugre le cubre totalmente el cuerpo. Sabe que algún día Eliseo, podrá reconocerla, al menos es lo que se le ha metido en la cabeza.

Desde aquella ocasión en que se introdujo al automóvil de Eliseo Infante y robó varias de sus pertenencias. Entre ellas papeles y fotografías. La mujer siempre lo espera en el mismo semáforo. Sabe con certeza la hora en que pasa. Como si esta fuera la única razón que la mantiene con vida. Aguarda con gusto el regreso de Eliseo Infante. Nada conserva con tanto recelo como la carta que le escribió su esposo antes de que muriera en un accidente automovilístico en el lugar en donde ahora duerme.

Dispuesto a terminar con aquella situación desafortunada y constante, Eliseo pensó en una imagen absurda. En efecto no sabía quién era el demente. Disimuladamente aproximó el auto a unos metros de Rulfa. Como si ambos comprendieran el lenguaje de la locura permanecieron quietos insinuándose con la mirada, ante el viento que bajaba en una vertical de golpe. Ningún vehículo transitó en ese momento. Continuó pensativo en el auto. Sintió el olor nauseabundo de los muertos. ¡Anda lárgate de aquí! quiso decirle pero se contuvo. Sólo la observó con cierta rabia. Sigilosamente sacó un arma de la guantera. Y cuando menos lo pensó la mujer ya estaba con casi todo el cuerpo dentro del auto. Un grito suave, un disparo, sangre en el volante. La bala había pegado en la cabeza. Rulfa lloraba mientras caminaba sin sentido. El cuerpo inerte de Eliseo Infante quedó recargado en la ventana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario