El paraíso es un instante

La sirena de un barco anunció la primera llamada de salida. Una voz infantil interrumpió la concentración de aquel hombre. ––¿Una rosa señor? No ––respondió distraído. Volvió a abrir el libro que llevaba entre las manos. Mientras simulaba leer, miraba con detalle a un grupo de adolescentes que hacían acrobacias con su patineta en el zócalo. Buscaba el rostro intempestivo de alguien. Alguien que tal vez como en otras tardes nunca llegaría. Por un momento pensó en el hijo que nunca tuvo. Lo pensaba todos los días hasta que se volvió perturbadora la idea. 
Con una sonrisa fingida, el niño ofrecía una rosa a dos muchachos que minutos antes se besaban con festejo. El hombre lo regresó a ver ahora con agudo interés. Nunca lo había visto o quizá no le había prestado atención como a otros... lo siguió hasta el malecón. El lugar estaba ocupado con vendedores de artesanías, transeúntes, familias o parejas que buscaban un lugar en los barcos que hacían recorridos por la bahía.
La llegada de la noche era como un barco que vuelve al puerto pasada la tormenta. Una tormenta que lo azota largas horas del día. Así de vez en cuando debía salir de casa para encontrarle un leve sosiego a una irresistible necesidad interior.  
El niño de las rosas tomó la avenida Costera con dirección al muelle viejo. El hombre subió a su vehículo. Lo siguió discretamente. Un deseo mórbido de otras ocasiones se adueñó de él. El niño se detuvo frente a un centro nocturno custodiado por dos hombres robustos que no dejaban que se acercara a la puerta. Las luces del barco Golden Princess iluminaban gran parte del muelle. No había mejor paisaje que éste. Pronto sería navidad y la avenida estaba adornada de luces multicolores y adornos alusivos a las fechas. Descendió del auto. Se recargó en la cajuela. Desde ahí pudo observar al chico y también la orilla de la playa, donde sobre una gran roca, acostado, estaba la escultura en bronce de un Narciso que le instigaba el deseo y lo apremiaba  
Después de vender unas rosas, el niño continuó a ras de playa, frente al hotel Las Hamacas, el hombre lo vigiló desde la calle, sin embargo, fue más grande la ansiedad. La zozobra. Luego de aparcar el auto, bajó el libro que había dejado inconcluso, unas gafas y un bastón. Lo siguió por la arena. No podía darse el lujo de perderlo. Tantos días de búsqueda, tantas noches gimiendo solitario. El niño de las rosas se acercó a otro chico. Conversaban de pie sobre una lancha de madera varada en la arena. Una parvada de pelicanos devoraba unos peces frente a ellos. Se divertían viendo como las aves peleaban por los barriletes, como se veían las siluetas de los peces alojados en una membrana grande y rojiza, la cual forma una especie de bolsa donde depositan los pelicanos sus alimentos.
El hombre abrió el libro, buscaba sin mucha ateción la página en la que se había quedado. Con la escasa luz del alumbrado público de la playa y entre parpadeos, continuó la lectura.  

La carcajada de los chicos lo distrajo. Suspendió la lectura. Intentó adivinar el nombre del niño de las rosas. La idea lo emocionaba. Sabía desde adolescente que los nombres siempre dicen algo de las personas, por eso no le gustaba el suyo, porque sentía que lo delataba. El niño sacó un trozo de barra de chocolate del bolsillo y le convidó a su amigo. Vestía short café y una camisa a cuadros desgastada. Sus piernas golpeadas y cubiertas de costras revelaban las huellas de su desventura. Bajó de la lancha. El hombre no le apartó la mirada: ya sea cuando se acercaba a la gente a ofrecer sus rosas o cuando jugaba con sus pies desnudos en la resaca.
Pensó en el hijo que nunca tuvo. Lo pensaba todos los días porque su madre se lo reprochaba constantemente. Se puso las gafas oscuras y sujetó el bastón de carrizo con puño de metal en su mano izquierda, parecía realmente un ciego. Se aproximó un poco más al niño. El barco Golden Princess hizo sonar por segunda vez su sirena. Una corriente de brisa húmeda y salina lo incitó al recuerdo... Una mañana mientras paseaba de la mano con su madre por la playa, entre dos hombres intentaron acercársele. Con golpes y empujones, su madre alcanzó a pedir ayuda. Aunque no sucedió nada, aún no olvida el rostro de aquellos hombres. Lo suyo empezó siendo algo parecido, primero se robó un juguete, luego un par de calcetines, después cayeron objetos más íntimos que iba acumulando como trofeos en una caja, que de vez en cuando los sacaba y los ponía sobre la cama. Los comtemplaba con ojos exaltados. de fanático. Esto fue al comienzo, antes de madurar su lujuria. Finalmente, no supo cómo pero necesitaba escuchar su respiro. Despreciaba la ciudad, el tedio al que la vida te obliga. Odiaba a esa muchedumbre abyecta, obediente, y a la que debía sumarse cada mañana en su trabajo o en el camino. A pesar de que se sentía relegado por sus vecinos nunca le importó lo que pensaran de él. Sin saber por qué, despreciaba a los dos hombres que quisieron abusar de su madre o de él cuando era niño. Nunca supo realmente lo que querían y, eso exactamente era lo que le inquietaba.
Con cierta discreción fue acercándose al niño. Oía cada una de sus palabras. Casi su aliento. Actuaba con algo de ingenuidad.
            ––Dame una rosa. ¿Cuánto valen? ––agregó con un movimiento de manos que hacen los ciegos para encontrar un respaldo. Con ello consiguió la reacción que buscaba.
            ––¿Eh? El chico titubeó un poco debido a la forma sorpresiva en la que había aparecido. Veinte pesos, pero como ya me quiero ir, se la voy a dejar a diez ––agregó sonriendo y confiado por la apariencia de aquel hombre. El viento húmedo del mar le enmarañó los cabellos. Estaba acostumbrado a vender con la claridad de la luna.
Mientras caminaban por la arena, aquel hombre logró crear un ambiente ameno con la plática. Despertó en el niño una leve alegría que terminó aprovechando. A punto de dar la una, sólo el ruido de las olas se escuchaba en aquella playa, como si los demás se hubieran puesto de acuerdo para dejarlos solos. Las palmeras se mecían casi al mismo ritmo que los botes que flotaban en el mar.
            ––¿Cuántos años tienes? ––preguntó el hombre. En ese momento quiso darle un abrazo pero se contuvo a tiempo.
            ––Diez ––respondió ciñendo las cejas.
            ––Deberíamos descansar un poco, me duelen las piernas ––dijo el hombre sentándose en la playa.
            ––No, ya se me hizo tarde y aún no termino ––dijo el niño mirando hacia la avenida. Algo de aquel hombre lo ponía nervioso.
––Me llamo Flavio. Cuál es tu nombre. La pregunta aumentó la incomodidad del chico. Volteó hacia los lados buscando algo que le devolviera la confianza para quedarse.  Flavio notó el error que había cometido e intentó corregir.
            ––Oiga ¿qué le pasa? ––dijo el niño con cierto asombro, Flavio se hizo el desentendido. Fingió un fuerte dolor en el muslo de las piernas.
Después de algunos minutos, aparentando sentirse mejor, y con el gusto de que el niño se había sentado, lo convenció para que se quedara un rato con él.
––Hazme un favor, necesito que me leas un fragmento del libro ¿podrás? Me gusta mucho. Desafortunadamente perdí la vista ––dijo colocando la mano en la frente mientras bajaba la mirada. El niño demoró en la respuesta.
            ––Me llamo Julián  ––hizo una pausa–– Nunca lo había visto ––dijo con cierta duda. Flavio olvidó que le había preguntado su nombre. Ahora sólo tenía ojos para mirarlo. Estaba concentrado en su objetivo. Con cierto desdén Julián se sentó cruzado de piernas debajo de una sombrilla de palapa. El hombre bendijo la suerte de ese día. Nuevamente quiso darle un abrazo pero se contuvo a tiempo. Un deseo fetichista por las prendas desaliñadas del niño le hacían más fuerte su pretensión. 
Durante muchos años su madre se encargó de bañarlo, de cambiarlo. Incluso ya grande en más de una ocasión intentó convenir con una mujer para que fuera su esposa. No sabía si debía alegrase por su suerte, ya que durante todo ese tiempo se había dejado conducir por los demás, sin tener problemas con nadie. Se sentía culpable, cansado de ser el hombre cabalmente pulcro y refinado. Contemplaba la alegría en los niños con una mezcla de resentimiento y curiosidad.  
...Sabás yacía completamente desnudo. Luego de cada espasmo de placer ¡ah! Las lágrimas que corrían de los ojos de Sabás eran como ángeles sin Dios para Narciso. El paraíso es un instante, repetía.
Fravio introdujo la mano diestra en su pantalón y ante la mirada confusa de Julián, comenzó a masturbarse ––.Sigue, sigue leyendo ––repetía agitado. Julián se puso de pie, el libro cayó en la arena. Quiso correr pero la mano izquierda de Flavio no se lo permitió. Un brillo de temor se formó en sus ojos.  
            ––Espera, espera ––dijo con falso recato. Y con cierta pericia lo sentó nuevamente.
            ––Quédese con el ramo de flores ––dijo Julián. Algunas lágrimas empezaron a correr de sus mejillas.
Lo apretó sutilmente.
Sentía el cielo bajo los pies. Lo abrazó. Julián lloró de forma ahogada––. Nadie jamás te hará daño hijo. No debes asustarte, aquí estoy yo para protegerte. Ya no andarás solo por la playa pueden llegar los hombres. No me lo perdonaría si te pasa algo ––dijo Flavio entre balbuceos. Después lo colocó en posición fetal. Julián soltó un alarido que se perdió en la oscuridad. Al terminar  recargó al niño en su pecho.
            ––¿Te das cuenta? Yo jamás le haría daño a mi hijo ––agregó con una sonrisa trastornada como calibrando su locura. Lo llevó al mar. Con el agua limpió la sangre que corría entre las piernas. Por unos instantes Julián intentó forcejear. Se movía como un pez vivo en la red. Sus esfuerzos fueron vanos, él se lo impidió. Le propinó un duro golpe en la frente, luego le ordenó que caminara a lo largo de la playa. Quería correr, pero la figura estática de aquel hombre atrás de él lo asustaba. Flavio no lo perdió de vista hasta que la tercera sirena del barco, lo distrajo, recordó vagamente que su madre lo esperaba en casa.

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